Todas las lluvias se parecen.
Se parecen a aquella que disimulara el llanto
y que luego les vistiera con ese ropaje viejo
tan mojado y tan triste como estaban sus almas.
Hasta que un día se dijeron basta ya de mirarnos
en los charcos ajenos,
basta de dejar que nos roben las estrellas y los soles
que habíamos elegido.
Y se fueron al parque de veredas mojadas,
salteando las lagunas de tristezas ajenas,
para esperar muy juntos que vuelvan las estrellas
en el cielo nublado de una ciudad sin ruido.
Pero no hacía falta.
Se miraron y estaban esas mismas estrellas
bailando en sus pupilas, con reflejos de antaño
y con un arco iris nacido en la farola.
Todas las lluvias se parecen. Aunque esta es distinta.
La sentían tan suave que parecían caricias las gotas que caían
y que se iban muriendo en un par de sonrisas.
La sentían tan tibia como este nido nuevo
que estaban construyendo desde un abrazo largo
(tan largo y apretado como sus mismas sombras),
desde sus manos juntas y desde esa lluvia pertinaz y distinta.
Es día dijeron basta de dejar que nos hurten
las flores que sembramos y vamos por lo nuestro,
nuestro cielo y su luna, nuestro cielo con sus soles y estrellas,
nuestros charcos de lluvia, nuestro tango de invierno,
nuestra azul primavera,
y este amor tan nuestro como nuestro universo todo.
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(imagen de la web)