he me aquí abatido por la ráfaga
inesquiva de tu mirada,
yo que siempre tuve el corazón
infranqueable,
que volaba de ave en ave sin enamorarse,
que acaricie a rosas salvajes,
sin ser mordido por su perfume,
yo que salí ileso de los amores de invierno,
tengo los labios ahora febriles y sangrantes,
en la fatigada espera de tus besos,
no hay dureza en mis manos,
en ti se acaba mi fuerza,
como en un enfrentamiento
de resultado conocido con anticipación,
donde al agua termina por apagar
con suavidad al fuego,
tenía que pasarme,
no tuve más suerte,
es cierto eso que dicen,
que así como nos llega la hora de la muerte
también se nos llega la hora del amor.