El pasillo de los condenados
A Martita y Enrique,
la casualidad y la vida se posan en letras.
Él se encontraba en la sala de espera, justo frente a la enfermera que se limaba las uñas de mujer mayor, sobre su cabeza, el reloj marcaba las doce. Él movía los dedos repetidamente en su pierna como señal de desesperación. No despegaba los ojos del reloj puesto en la pared, blanca como la nieve misma. A decir verdad toda la habitación era de ese color; puertas, sillas, mesas, todo era blanco, incluso el florero con rosas blancas. A él le molestaba esto, tanta claridad lo sofocaba, le irritaba, parecía que nada tenía principio ni fin en aquel lugar, pero tenía que esperar. Aún no le mandaban a llamar.
A su lado se encontraba un hombre que no dejaba de mirarlo. Obeso, con un sombrero de pana en sus piernas, un anillo de bodas en su mano y una camisa cuadros. Aquel hombre cada cierto intervalo de tiempo volteaba a verlo y él se había dado cuenta de ello. Sin embargo, no decía nada, no le daba importancia. Sólo estaba esperando a que le mandaran a llamar.
Después de tanto observarlo, el regordete hombre se armó de valor y dijo:
-Disculpe, ¿Es la primera vez qué viene aquí?- le preguntó esbozando una amistosa sonrisa.
-Es la primera vez que vengo, solo- respondió rápidamente, con un aire de relajación. Al fin tenía algo en qué ocuparse y esperando a no dar por terminada la conversación, agregó - La primera vez vine con mi esposa, pero; ya ve cómo son las mujeres. No les gusta revivir las malas experiencias.
-Sí, jeje, y menos cuando al lugar que visitan le conocen como \"El pasillo de los condenados\".
-Suena a algo muy tétrico para una simple visita con el doctor.
-¿A quién no le da miedo las visitas al Doctor?- Preguntó el hombre obeso.
-¿Usted viene a ver al Doctor?
-Vengo de verlo.
-¿Buenas noticias?
-¿No le acabo de mencionar que este es el pasillo de los condenados? Cuando a uno lo mandan aquí, ya debe de tener en cuenta que no se esperan buenas noticias.
-Sí, lo sé. Es sólo que a veces uno espera que las cosas sean un poco distintas.
-Se nota que es su primera vez aquí- dijo el hombre gordo.
Él observó el anillo de bodas de su nuevo amigo y decidió preguntar.
-¿A su esposa tampoco le gusta revivir malas experiencias?- Dijo sarcásticamente.
El hombre miró hacia abajo buscando su mano y se la acercó levemente al rostro para poder apreciar la argolla con mejor claridad. La observó un momento, la analizó, como si aquel artilugio fuese a decirle algo amargo y sin despegar la mirada de ésta, agregó.
-Hay mujeres que no les gusta revivir las malas experiencias pero aún así se mantienen fuertes, firmes, por si aquella calamidad vuelve a ocurrir. Y hay otras mujeres que simplemente no pueden soportarlo y se van.
Terminó de ver su anillo y dirigió su mano hacia su pierna izquierda, ahí se levantó un poco el pantalón, dejando ver una pieza de metal negro, tan delgada como un hueso, dicha pieza terminaba en un zapato el cual dentro no había más que una placa de metal en lugar de pie.
-Mi esposa-agregó- después de pensarlo unas semanas, decidió que no soportaría la idea de estar con un hombre que cada mes le estarían cortando el cuerpo y cambiándoselas por plástico y metal. “No soportaría verte así” dijo, o al menos eso trató de decir. Así que, una mañana desperté y con esfuerzos leí una carta donde me exponía su abandono. Ahora estoy aquí en el pasillo de los condenados y me entero que pronto, muy pronto quedaré ciego. Pero eso está bien, pues ¿de qué me sirven los ojos si ya no la volveré a ver?
Habiendo dicho esto, él fue llamado a pasar. Se despidió del regordete hombre con abrazo de amigos que llevaban tiempo sin verse y después de tantos años se reencuentran y caminó hacia una gran puerta doble. La abrió y del otro lado encontró un largo pasillo con habitaciones enumeradas en la parte superior de sus respectivas puertas. Ya había venido la última vez aquí pero ahora estaba solo. Y todo se sentía diferente. El pasillo era más angosto, el camino más largo, el color de las paredes más chillante, hacía calor en ese lugar, sofocante. Se tragó un poco el miedo y comenzó a andar. Su Doctor se encontraba en la habitación del fondo. Conforme caminaba escuchaba pequeños sollozos de personas y al mirar, en una puerta abierta, notó a un adulto rompiéndose en llanto como un niño. Sentado en una silla blanca con las manos cubriendo su rostro, mientras que frete a él estaba un escritorio, con un Doctor del otro lado. ¿Esa escena le esperaba a él acaso? Esa misma escena era en cada habitación a la cual él se asomaba.
Después de su recorrido llegó a su habitación. En la ventana de la puerta se podía leer \"Dr. Kalt –Oncólogo-\" con pequeñas letras cursivas. Tocó a la puerta y del otro lado escuchó una voz que le decía \"Adelante\", pero él no se atrevía a entrar. Volvió a escuchar el \"Adelante\" pero en voz más fuerte. Echó un pequeño suspiro y abrió la puerta. Dentro, en una repisa, se encontraban muchos juguetes pequeños, como para niños de diez años. Y en el piso, juguetes para niños más chicos. El consultorio no era blanco. Era lo único que le alegraba en ese momento. Sillas de madera oscura. Un escritorio negro y liso. Certificados médicos detrás del doctor adornando la pared. La luz de la habitación titilante y verdosa. Le daba gusto ver algo distinto. Fue cuando el médico dejó de escribir en un cuadernillo de notas y se levantó de su asiento para saludarlo.
-Señor Hüter,- le dijo el hombre con una leve sonrisa mientras estrechaba la mano de Hüter - Tome asiento, por favor. Me da gusto verle por aquí otra vez.
-En el pasillo de los condenados- Dijo Hüter en voz baja mientras ocupada uno de los dos asientos que se encontraban frente al escritorio.
-¿Disculpe?
-Olvídelo.-Respondió rápidamente y añadió viendo los juguetes en el piso- Bueno, Doctor, ambos sabemos por qué estoy aquí.
-Sí, sí, claro. Permítame unos segundos.
El Dr Kalt de su escritorio abrió un cajón y mientras que con una mano lo sostenía para que éste no se cayese al suelo, con la otra buscaba entre tantos archivos que ahí se encontraban el de Hüter. El Doctor no era un hombre viejo. Era de mediana edad. Apenas se le notaban las canas que tenía alrededor del cabello negro pues sus gafas al ser algo grandes le servían bien para cubrirse esos indicios de edad adulta. Las ojeras en su piel morena daban indicios de que se quedaba hasta tarde en el trabajo. Era un hombre lo bastante ocupado como para nunca haber conocido mujer en sus tiempos libres o incluso haberse casado. De hecho aunque quisiera no podría, el Dr Kalt era conocido por ser muy frío, tan frío que caía en la hipocresía. No sentía remordimiento o compasión alguna al dar malas noticias. O al ser duramente sincero. Fue por eso que lo mandaron al pasillo de los condenados.
-Aquí esta!- Dijo el Dr Kalt en tono orgulloso y sacó del cajón un sobre manila que puso sobre el escritorio. Hüter desconocía el contenido hasta que el Dr lo abrió; eran radiografías.
-¿Qué dicen las radiografías, Doctor?
-Bueno, como usted sabe, han sido varios días de tratamiento, análisis y estudios- Decía Kalt mientras se levantaba para colocar las radiografías en el negatoscopio que se encontraba a lado de su escritorio.
-¿Pero?- Preguntó seriamente Hüter.
El Doctor prendió el negatoscopio. Las radiografías se encendieron en un llamativo color negativo mostrando imágenes de la médula espinal.
-Pero no hemos podido controlar el cáncer; se ha expandido por toda la médula espinal. No se puede hacer nada.
Hüter se quedó serio. Tenía ganas de llorar. Pero no lo quería hacer, no quería convertirse en uno más de las personas que vio antes de llegar ahí. Tenía que ser fuerte. Pasó la mano por su rostro y preguntó después de suspirar.
-¿Cuánto?
-Cuánto ¿qué?- Preguntó el Doctor un poco indiferente.
-¿Cuánto tiempo queda?
-Dos meses a lo mucho, incluso menos. Dijo sin pensarlo dos veces, de hecho lo dijo sin que le costara mucho trabajo.
Hüter ya no dijo nada, era todo lo que querías escuchar. Sólo vino a por aquella respuesta. Por aquella sentencia. Se quedó observando un poco más las radiografías y después de analizarlas, tratando de buscar una respuesta o salida. Se levantó y sin mirar al Doctor dijo.
-De acuerdo, es todo lo que quería saber. Le agradezco toda la ayuda, Doctor. Ahora paso a retirarme.- Y diciendo esto le tendió la mano al Doctor.
-Muy bien Sr. Hüter, nos estamos viendo.- Le respondió sin saber que aquel comentario ofendía un poco a Hüter. Y habiendo dicho esto, él se dio media vuelta, salió del consultorio dejando al Dr Kalt y al pasillo de los condenados atrás.
Hüter regresó a casa en su pequeño auto azul oscuro, mas no bajó de éste, no quitó las manos del volante, ni siquiera apagó el motor. Su mirada y mente se perdieron en el camino frente a él. Y mientras la radio sonaba en un volumen bajo, a su mente llegó un pensamiento referente al cáncer, luego pensó en los dos meses que quedaban. Recordó al Dr Kalt y sintió un poco de desprecio hacia él por parecerle todo el asunto tan \"normal\" pero luego recordó que ese era su trabajo. Se calmó. Pensó en su esposa y en sus dos hermosos hijos y se rompió a llorar. Después de unos momentos se limpió las lágrimas, apagó el coche y se dirigió a casa.
Una vez en casa lo que hizo fue sentarse en el sillón de la sala de estar. Las luces del hogar se encontraban apagadas tornando a la habitación en un gris claro que ni el tenue resplandor del sol que entraba por las cortinas podía alumbrar. De repente escuchó la voz de su esposa que se encontraba en el segundo piso.
-¿Amor eres tú?- Decía su mujer.
-Sí, corazón, ya voy para allá.
Con desdén se levantó del sillón y se dirigió con su esposa. Antes de entrar a la habitación en donde ella estaba se quedó un rato afuera pensando en qué le iba a decir y cómo afrontar la situación. \"Amor, está abierto\" se escuchó del otro lado, Hüter abrió la puerta.
Hüter le dio una sonrisa a su esposa y ella hizo lo mismo. Aún seguía viéndose hermosa, con o sin aquella expresión. Contempló a su mujer, ya no tenía el cabello rizado y de un negro profundo como el abismo del océano, la quimioterapia había acabado con él dejándole la cabeza calva que cubría con un paliacate rosado que hacía unos años compró. La primera vez que lo usó su hijo más pequeño le hacía burla acerca de que parecía un pirata. Era mejor decirle a un niño que su mamá es un pirata a una mujer enferma. Sus ojos ya no tenía el mismo brillo de antes, el marrón que había en ellos se fue apagando poco a poco conforme pasaban los días. Ahora tenía unas ojeras como resultado de esperar a su esposo hasta tarde sólo para poder dormir a su lado. Tenía miedo de que al hacerlo pudiera morir aunque Hüter le había dicho que aquello no era posible. La piel suave y tersa de la mujer se había secado, era pálida como el día nublado, su cuerpo se había vuelto tan delgado que inclusive los dedos de sus manos parecían ramas. Ahí estaba su esposa, deteriorada por la enfermedad, confinada a una pequeña recámara y a una cama donde pocas veces se levantaba. Ni siquiera era capaz de abrir la ventana que daba a lado de ella. Aún con todo esto, Hüter la seguía viendo hermosa, aún seguía contemplándola cada que su corazón se exaltaba en amor hacia ella. Seguía besándola por la mañana al despertar, ¿qué mejor manera de iniciar un día que en los labios del ser amado?
-Hola, hermosa ¿cómo estás?-Dijo Hüter con cariño.
-Hola, amor, algo cansada, ya sabes, pero dime ¿Cómo te fue con el doctor?- Le preguntó su mujer mientras se levantaba un poco para recargarse en la cabecera de la cama.
-¿Qué te puedo decir? Tenías razón, ese lugar es como estar en el purgatorio. Sólo que en el purgatorio tienen un mejor estilo en decorado.
Su esposa echó una pequeña risa, aún en los momentos más serios o tristes, Hüter seguía siendo una persona alegre. Y después de verlo un poco mientras sonreía le pregunto.
-¿Y bien? ¿Le preguntaste lo que te pedí?
-Sí.
-¿Entonces? ¿Cuánto tiempo queda?- Preguntó su mujer sin emoción, pues sabía que el tiempo que le quedaba no era mucho.
Hüter no quería ser el hombre que le diera la noticia a su esposa, no quería desanimar más su corazón. Así que subió a la cama y se sentó a un lado de ella, la abrazó con todo el cariño que un hombre puede darle a una mujer y la besó con todo el amor que un hombre puede dar a lo más divino. Se quedaron abrazaron ahí, como si nunca lo hubieran hecho, platicando de tantas cosas y diciéndose quién sabe qué otras, hasta que Hüter olvidó la noticia y ella pudo dormir sin miedo.