Yo no maté, tampoco hurté.
Ni siquiera violé un ápice de la ley.
Mis años tras los
barrotes obedecieron a una cosa:
la inquina maldita del humano.
Confinado a la mugrienta
y asfixiante ergástula,
pasaba días castigado por el terror
y el desfallecimiento.
Solo una bocanada húmeda de luz
y el roce de una brisa de mar era
lo que me llegaba desde fuera.
Me acostaba y no dormía.
No sentía hambre,
tampoco sed; todo
cuanto había era rabia y
pasión por no existir.
Hoy he regresado.
Empero, ¿qué he encontrado?
Amarga realidad:
una estancia triste y abandonada.
Solo fantasmas
de viejos recuerdos.
La tierra está yerma,
llena de hojas muertas,
de charamicos lànguidos y
asedida por ecos remotos.
Esta que fuera la casa de mis sueños,
con su jardín coloreado,
el encalado de azul,
el piso tapeado y
el olor a amores,
ahora es techo roto,
estantes horadados y hedor
a moho podrido.
En la bruma la recuerdo.
Sus pisadas están por todas partes.
Por sus ojos, puros como paloma, veo
los luceros rutilantes de las noches
y la luna bañándose en el agua.
Justo aquí, en este desvencijado corredor,
la besé muchas veces,
escuchamos el alcaraván solitario,
nos empapamos con el olor del jazmín
y la sentí ser toda mía.
Sé que podría dar vida a estas cosas,
pero sin ella,
¿qué sentido tendrían?