Samuel Santana

Jesús

Viniste, despojado de báculo, corona, túnica y carne para entregarte como el esclavo de la miseria.

Aunque eres eterno, naciste en el vientre de la hija del pueblo.

Y como el hijo que se va de la casa del tesoro, te mudaste a la ciudad de la angustia, de los dolores y del engaño.

Los ojos de la espada te persiguieron siempre.

Buscando tu propia muerte, la muerte dejó sin lágrimas a las madres de la plaza.

¿Qué tenían contigo el látigo, el martillo, los clavos, las espinas entretejidas y la cruz de madera?

Doce hombres, hechos de hilacha humana, escogiste para que, con sus manos temblorosas y mallugadas de redes, repartieran tu pan, tu ejemplo y tus palabras.

Caíste en nosotros, como el rayo que se mete en el árbol, para quitar las llagas, la podredumbre y todos los dolores.

Fuiste agua a los sedientos, pan al hambriento, ungüento a los enfermos, lámpara a los moradores en oscuridad, candil en las tinieblas…

A la pecadora que esperaba su muerte, a mano de los pecadores, le diste la absolución; al inválido pisoteado, lo hiciste cargar su lecho; metiste tus manos en el hedor de los leprosos y dejaste la piel como la aurora; con tu voz desataste las ligaduras de la muerte y enmudeciste al trueno, al viento, a la tormenta y al relámpago.

A las multitudes hambrientas, las alimentaste sacando carne de la carne y pan del pan.

Los niños que miraron a tus ojos, gustaron de la miel de las peñas.

Tú, cantor de Israel, Emmanuel, hijo de José el carpintero y de María, la esposa del cortapiedras, supiste destruir la angustia con las garras de la propia angustia.

“Dejadme entrar a vosotros para así llevar a cuestas vuestros dolores, mentiras y maledicencias. Yo seré por vosotros el ladrón, el asesino, el transgresor, el malhechor... Imputadme vuestras injusticias”.

En lo más profundo metiste tus manos y, como una hoz en la ciega, arrancaste la cizaña plantada por el perverso.

¿Dónde están tus sandalias empapadas de sudor y de sangre, de polvo y de cansancio?

¿Qué manos hay que las ocultan de mí?

Quiero verlas, pues no son las de un príncipe, sino las de un humilde pastor peregrino y viajero, afligido por los males interminables de un pueblo descarriado de la luz.

Ellas son testigos de los rostros de máscaras, de los traidores, de los saqueadores del templo, de las casas sin lumbres y de las voces infames.

Nadie estuvo contigo en la noche de los dolores.

A las lavanderas del puerto, que llevaban agua para tu sed, las espantaron con los chasquidos ensordecedores del lacerante látigo.

Caíste y se hizo lodo en tus heridas con el sudor y la tierra mezclados en tu sangre.

¿De dónde sacaste la fuerza para ese día tan oscuro?

Las manos ásperas del soldado, con su vestidura de águila metálica, con rudeza te hicieron retomar la copa amarga.

Yo seguía la raya que sobre el suelo rasgaba la cruz, la sangre que manaba de las heridas y el olor a sufrimiento sembrado en el aire de la hora aciaga.

Sobre las piedras peladas estaban el martillo, la lanza y los clavos.

Hedor a fluido reseco y a cuerpos inertes y desgarrados por las aves carroñeras y las fieras salvajes.

¡Oh! derrumbadero de la muerte, estrado final de Lucifer, hasta ti llegó el justo como el más grande malhechor.

Este es el sitio. Es aquí donde se consume lo indecible, lo cruel y lo atroz.

Punto confluyente entre las tinieblas y la luz.

De mirada en mirada, como una sombra sulfúrica, se paseaba por entre los riscos el triste drama de la tragedia humana.

El Hades reclamaba, con ansias primitivas y apresuradas, los verdugos músculos del soldado para enterrar los clavos, desgarrar la carne y vaciar las entrañas purificadas.

Su muerte, no fue una muerte; sino muchas otras tantas muertes, incluyendo la mía y también la tuya.