Camino por el jardín de mi casa. Se me antoja persuadir mi estómago e invitarlo a medio día a tomar una taza de café con pan sin tener cuidado si subo de peso o no.
Cavilo, diseño la vida y me dejo llevar por la necesidad de pensar. Recorro ese pequeño mundo que me rodea. Miro los paisajes hasta internarme en sus espacios más recónditos y espesos, deambulo y dejo que sus caminos me sumerjan en su hábitat tranquilo con el único objetivo de aprender el idioma de las ramas de los árboles que se mueven y platican con sus pares. Me empapo del aroma que comparten los arboles de huizaches, de pirules y pinos.
El exquisito perfume de las jarillas detiene mi paso, inhalo profundamente hasta quedar extasiada.
Mi marcha por la orilla del canal de riego que alimenta las parcelas retrata un mundo maravilloso. Observo a cada paso la tierra que piso, husmeo el ambiente, escucho la música suave que el viento y las aves entonan armoniosamente, pateo las piedras y acaricio la hierba. Me detengo para tomar foto a los hermosos paisajes. La naturaleza tiene la magia seductora del silencio que permite escuchar hasta el sonido de los grillos que guardados bajo las piedras o escondidos entre las cortezas de los árboles se silencian con la luz del día. Compongo el mundo, sueño mientras camino. Llego a casa, me desenredo de tanto espejismo y boto las correcciones que hice.