En una fiesta nocturna
de alegría contagiante,
decretaste mi exilio,
de manera desafiante.
Fue un dolor indeleble,
injusto e inclemente,
soslayando lo coherente,
el discurso y la gente.
Te respondí circunspecto,
porque era lo correcto,
pues todo lo que decías,
no lo merecía.
Presumí que tu corazón
era el que me despedía,
de una vida de amor,
manchada por tu osadía.
Fue un nocturnal adiós,
con pétalos marchitados,
en el erial del momento,
desafinaste el concierto.