Señora, bien sabe usted que la considero y
respeto como dama y gran amiga.
Pero viene a ocurrir que en esta
noche hùmeda y fría usted y
yo nos encontramos aquì
circunstancialmente solos.
Después de este té, de la cálida plática y
las copas de vino, he de confesarle
que algo extraño se ha metido en mi pecho, aguijoneándome y
calentándome el alma.
Diría que es algo así como un demonio contra el cual
lucho pero sintiendo su asedio
cada vez más fuerte e imposible de salvar.
Esta tentación maldita me incita a fijarme en sus labios,
en el color de sus ojos, en su pecho y
en su delicada cadera de mármol.
Señora, el agua ha arreciado y
ahora pienso que usted no debe mojarse.