Con la mantilla blanca,
en atuendo resplandeciente y
en contrición profunda
ella siempre entraba al santuario.
Como ser de otro mundo miraba en
dolor las imágenes sagradas y, al
fondo del altar,
al Mesías colgado
en estado sufriente y agonizante.
Cada domingo, y como siempre lo hacía,
él se paraba tras el pùlpito y,
sin remordimiento alguno,
la hostia rojiza y pura ofrecía.
“Pan: carne de Cristo.
Vino: sangre de Cristo.”
Pero ella, aguijoneada por la afligida
conciencia, en el acto final irrumpía
en ríos de lágrimas.
Cuan fácil es ocultarse del juicio humano,
pero es gran locura procurar escaparse del escrutinio divino.
En su angustia mordiente
la pobre pecadora preguntabase:
“¿Tanto se ha mancillado que a su espíritu
nada mueve a la luz?”
Sintiéndose nauseabunda,
delatada por las vidriosas miradas,
traspasada por voces seráficas y
aturdida por la risa de un enjambre demoniaco,
decidió lavarse con el martirio divino.
Por maldito tuvo el momento en que ella,
asediada por el vagabundo espíritu de la lujuria,
le despojó de sotana y
le ahogó en su voluptuoso cuerpo de pasión.
Tan aprisionado quedó,
que dispuesto estaba a la farsa
corriendo el peligro del engendro infernal.
Fue así como ella por enemigo y
obstáculo ya no tuvo al demonio,
sino al amante sagrado que por
locura tenía la confesión y el
abandonar por
completo el goce perverso, bajo,
impío y mundano.