Porque es preciso mantener
la llama,
ha de vencerse su fiereza.
Devoran
cuanto encuentran a su paso.
Caen
incesantes las hojas
y clavan dentelladas mortales
mientas sonreímos indefensos.
Los besos duermen
el letargo de la enorme
velocidad de partida.
Amarillea
el candil y un día
nos damos cuenta
que los versos son sólo líneas,
frases.
El cúmulo de horas
nos estrangula las venas;
recuperar las caricias
se convierte en cruzada
contra el fiel deslizamiento
de las arenas del
reloj.
Si se agotara la llama
¿qué sería de nuestros antepasados?
De aquellos
que ocuparan versos de amor
eterno
en la primera fila
de la lista de los principales.
Aunque no haya ojos que reflejen
y los bellos no se ericen
al contacto de la piel,
saludemos
la presencia del fuego interno
que surge semiesporádico
para evitar víctimas
por congelación.