Lo vi partir entre la solitaria muchedumbre,
me vi partir en dos.
Extendí mi vuelo como una majestuosa cometa sobre su eje;
ambos pugnamos con el viento en contra, triunfó su consistencia.
Se adentró en una cueva óptima para sus clandestinas pericias;
me apagó cuando broté en forma de vela en una esquinita.
Hay algo en su aura que me tranquiliza.
Cada uno de sus movimientos propicia mi inmovilidad,
el eléctrico retazo de su soberbio lenguaje se manifiesta sobre mí
como el placer que experimentase un músico sordo al volver a escuchar.
La noche que leyó -contra su voluntad- sobre mitología,
su sueño interpretó a un endiosado ser que en su vigilia
surcaba mares, vientos, tierras; incluso el cosmos,
mientras yo era la Erato que le escribía y no podía censurar.
Vivo abrazada a la absoluta certidumbre de su existencia.
Un momento se desvanece tan pronto como empieza,
yo le quiero atemporal e inmutable,
yo le venero por adivinarme cuando no era perceptible.
Debo respetar su quietud,
debo aceptar su aislamiento aunque me lleve consigo.
Si le digo que crezco cuando rezo, no me creerá.
Si le parece inverosímil tener fe en lo improbable, le preguntaré
por qué, entonces, implora cada noche no volver a enamorarse jamás.