La vía láctea se ha plasmado en la calzada;
miles de lucecitas tiritan tímidas al unísono;
tras una reja surge de pronto una saeta,
sesga la saeta el conmovido silencio.
El palio se detiene, para costaleros reposo
-o tal vez sólo un breve respiro religioso-;
bajo él una cándida hermosa doncella,
elegantemente vestida, con oro ornada,
lleva en sus delicadas manos un corazón
con siete hirientes puñales atravesado…
¡Ay, la luna se ha escondío,
niña mía, ay,
por no ver tu rostro llorar,
tu rostro llorar, ay!
¡Ay, sólo el viento,
buen amigo , ay,
solo el viento te llevará a tu altar,
te llevará a tu altar, ay!
¡Ay!. ¡Ay , no llores,
mi niña, ay ,
que al altar también irá tó mi quejío
mi quejío y mi penar, ay!
…de sus ojos ya no salen lágrimas
sino perlas que se derraman por toda su faz.
¡Ay, cuánto dolor en su rostro!
¡Ay, cuánto dolor maternal!
Detrás otra mujer, ensimismada,
con un paño, a modo de lienzo, un retrato,
mira sin mirar, sin importarle nada;
no hay dolientes saetas para ella,
ni siquiera una saeta machadiana,
sino redobles de tambor y timbales
y un acompasado quejido de cornetas
esperando ansiosos la nueva madrugada
¡Ay, cuánto dolor en su rostro!
¡Ay, cuánto amor humano!
A continuación asoma el Crucificado…
¡Ay, cuánto dolor en el rostro!
¡Ay, cuanto dolor divino va derramando!