En un viejo pasadizo de la temerosa catacumba romana,
apareció un antiguo grabado ya contaminado
por el moho y la desolación.
Pero fielmente conservaba aún
los detalles del misterioso contenido.
Era la imagen de un santo en abierta batalla contra
la punzante atracción de una mujer voluptuosa,
de mirada picaresca, labios escarlatas y
de timbre bajo y meloso.
Tras la espalda del fiel, seres angélicos aguardaban
silenciosos el desenlace final del inquietante drama.
Con atuendo estrafalario y un hedor sulfúrico,
dos criaturas infernales lamian la sangre que
a borbotones salía del pecho jugoso y fatal.
Las horribles criaturas, ebrias de placer y
pasión, se regodeaban en la carne y
susurraban al oído palabras nefastas.
Ella atribulaba al devoto con el poder de la hermosura,
el andar de pecado,
la suavidad de sus manos, el perfume embriagador y
las malvadas insinuaciones.
Para escapar de la muerte, el buscador de la luz
abandonó comodidades,
decidió comer poco, vigilar en las noches,
privarse de versos,
esconderse en solitarias hendiduras y
recitar incesantes plegarias.
Grande fue su ejemplo,
pero pocos lo siguieron.