No necesito un telescopio para mirar las estrellas en el ocaso. No necesito la inmensidad del mar para ver el reflejo de la luna, que no habla, que es muda, y que mira nuestros cuerpos perdidos entre labios sedientos de sal. No necesito al Sol para saber que está amaneciendo, ni tampoco la hora en el despertador para ver que sobreviví la noche: una noche más, horas desperdiciadas entre las sábanas vacías de mi cama, con tu aroma a gardenias y jazmines. No necesito el trinar del gorrión para decir que es primavera. No necesito la brisa de la tarde para refrescar mi alma acalorada, que se enciende como una hoguera cuando brilla tu piel morena con los destellos de luz anaranjada. No necesito ir a la iglesia para creer que Dios existe. No necesito escuchar a Bach para disfrutar la belleza de la música, pues su musa está conmigo susurrando en mi oído palabras que se asemejan a notas armónicas. No necesito leer a Sabines para descubrir la poesía, tampoco ver personas abrazándose para saber que el amor existe, pues lo alimentamos con besos y palabras que dan vida a los sueños, esperanzas de los hombres despiertos. No necesito al mundo para sentir que estoy vivo. No necesito al universo entero para sentirme insignificante, pues soy débil cuando me faltas, cuando vuelvo mi espalda y no está más que la soledad. ¿Qué necesito? Sólo oír tus pasos cada día acercándose a nuestro lecho, acostándonos y arrullándonos con arrumacos y besos, durmiendo por siempre juntos, necesitándonos el uno al otro.