He aquí su retrato, tal como era:
no me asombrara tanto si al marcharme
del cuarto quedase cautivo
mi rostro en el espejo tras mirarme.
Lo observo largamente y me parece
que aún respira y su boca se estremece,
que se entreabren sus labios, que podría
oír su dulce acento todavía,
y no obstante en la tierra permanece.
Así fue, como rayo que silencioso
hace la prisión aun más tenebrosa,
del rocío constante ese latido
que da a la soledad su propia prosa.
Del galardón de amor sólo perdura
esto, y lo que con tristes andrajos
recogen de mi alma su consejo,
queda lo que es secreto y es reflejo
bajo tierra sepulto o allí, en la alta tersura.
Al pintar yo, devoto, su figura
entre árboles la puse, donde apenas
la luz penetra el místico verdor,
y el dulce susurrar de las amenas
voces llega apagado; ante el brillante
fuego fatuo, y figuras cuyo ausente
nombre ignoran de sí, y aquella lluvia
de otro tiempo, y sus pasos detrás mío,
escapando como vino, quedamente.
Un bosque sombrío y profundo; allí está ella
como lo estuvo un tiempo, así era entonces:
sus manos sosegadas de doncella,
y el grato fluir de líneas puras, bronces,
la cifra rebasando de lo hermoso
cual ignota presencia o cual dichoso
sueño. Es ella y ya no es ni sombra leve
de si misma en la hierba ni ese breve
reflejo sobre el río rumoroso.
Solos nos encontramos aquel día
y nada entonces turba o importuna
nuestra perfecta dicha y armonía.
—La memoria hace hoy triste, cual la luna
que aparece de día, aquel momento—.
Junto a ella bebo en la fuente, sediento
de otras aguas que fluyen a mi vera,
canta ella donde el eco reverbera
y allí mi alma se llena de contento.
Apenas tuve el ánimo dispuesto
para decir lo que en secreto arde,
estalló la tormenta, el trueno atento
resonó entre los montes. Esa tarde,
junto al cristal que la lluvia batía,
repetí mis palabras, ella oía
con sus ojos perdidos en los campos
por la lluvia y el viento aún apagados,
desiertos y cenagosos todavía.
Aún se agitaba el recuerdo, al otro día,
de todas esas cosas, como el viento
que acaricia la hoja, aún batía
el amor con su ala. Ese momento
deseaba hacer mío y un retrato
me propuse pintar. En dulce trato
fui, entre silencio y platica, trazando
su imagen entre ramas, imitando
la sombra de los árboles.
Y aun cuando la pintaba, todo
era aire fragante en torno mío,
mi amor en su pesar adivinaba
en cada flor bañada de rocío
un corazón latiendo en la espesura.
Oh corazón que ya no se late,
que yace en las tinieblas exiliado
¿Qué es para ti mi amor o esta delgada
red que el sol urde con ternura?
Ya que ahora la luz niega esos días,
nada para escuchar o ver nos queda,
sólo un grave murmullo en las sombrías
tinieblas trae a mi oído su voz queda,
cuando la brisa inclina hacia el sendero,
la sombra de las hojas, y la ribera,
el bosque y las aguas, que el dorado
rubor de las estrellas ha coronado,
yacen igual que yace lo olvidado.
Pude anoche dormir y fantaseando
fui diluyendo mi sueño hasta perderlo.
El llanto mansamente fue brotando
de mis ojos, pues, sin yo pretenderlo,
me hallé en aquellos bosques que un día
con ella recorrí; y allí permanecía,
en una mota de noche sumergida,
cuando al borde de luz llegó el estampido
del océano que tiene corazón de arpía.
Donde el cielo su hálito contiene
y del amor escucha su latido,
donde el ángel reposa su ala tenue
en torno a los astros escondido
¡Cómo habrá de embelesarse complacida
mi alma cuando libre y renacida,
tras los acordes de la celestial danza,
en su alma penetre sin tardanza
y en su silencio a Dios conozca en vida!
Aquí, cercano a su rostro, mi memoria
queda mientras aguarda el dulce ocaso,
hasta que con la mirada gloriosa,
con los ojos más tiernos, oh Parnaso,
que los de ayer, pueda mirar. Y en tanto
anhelo y esperanza, ya quebranto,
se han perdido, en su imagen permanecen
intactos, cual cruzados que perecen
y reposan junto al Sepulcro Santo.