I. Rugir.
Una caricia de malas manos
es el mayor desprecio.
Es decirte a la cara
que sabiendo lo que sabes
no puedes cambiar lo que hace.
Una provocación desalmada
que desarma al que se defiende
y enaltece al que se oculta
y, entre sombras, esboza
la mejor forma de malhacer
todo el bien que hace a quien detesta.
II. Llanto.
Sus ojos temblorosos me miraban,
sin parpadear, sin apartar la vista.
Ví admiración en sus ojos
y ví en ellos una verdad amarga:
me preguntaban, en la distancia,
solitarios, temblorosos y tímidos,
si intercedería por ellos y su huésped
ante la fuerza que nos había separado.
Quise asentir confiado ante sus grandes ojos,
pero sus lágrimas me desbordaron
y no fui capaz de mentirle.
III. Lección.
Y, en las postreras horas en el lecho,
cuando la Parca reclame los huesos que portas
y los dos extremos verticales del centro
reclamen el alma sin cuerpo que te nace,
recuerda en quiénes confiaste y dales paz.
Hasta entonces...
hasta el último momento...
¡Ni agua!