He intentado conquistarte con mi corazón
de molinero y de navegante errante.
Empero cuán difícil me ha sido encontrar tus timoneles.
Eres espada enterrada en el cieno,
sol adormilado en las cenizas del fuego,
voz perdida en el silencio,
pájaro que vuela en reversa,
cementerio asentado entre tambores humillados y
puerta inclinada hacia el ocaso infinito.
¿Por qué te empecinas en caminar
como las serpientes rojizas?
Dime espejo de la media noche,
¿por qué te incinera como mecha de arena?
Oh dromedaria indomable,
nadie puede detenerte cuando,
en tiempo de celo, tiras hacia los
montes perdidos y brumosos.
Tú, cacica de penacho abrumado,
sacaste tu quimera de los pozos profundos,
de los caminos entristecidos y
de los árboles sin mercancías.
Sin que se doblara tu pecho,
llevaste a cuestas las aguas que arrebataste
a las ventanas sordas y desnudas.
Ahora la luna, que habla por boca de la aurora y
que te ha visto atravesar las madrigueras
desbocadas, inmisericordemente te ha condenado
a su eterna oscuridad.
Hasta el mar, maestro de la sinfonía ancestral,
se cansó de tus argumentos
de barro y de tus artimañas de piedras.