Cada día y a la misma hora, ella llegaba a la estación donde por casualidad del destino descubrió a su amor. Todos los días a las diez en punto se levantaba animada, se miraba al espejo y decía: este es el día, por fin te veré, serás como mi mente te imagina, con tu sonrisa picara, tus ojos como el crepúsculo... me dedicarás esa sonrisa que marcará tus hoyuelos y me dirás: siempre te estuve esperando.
Así lo hacía, era su ritual de vida. Se peinaba el pelo y se ponía su mejor sonrisa, caminaba silbando como niña en busca de aquel joven que le atraía. Se sentaba en la misma banca todos los días, viendo ir y venir gente cada día. Unas, la pisaban y pedían excusas y seguían por su camino, otras la miraban sonreían pero no se detenían, pero estaban aquellas que se detenían, ocupando el espacio que su amor debería, quitando la oportunidad de que su persona pudiera observar. Y así, en ocasiones, no con mucha simpatía, rechazaba a esas personas y les pedía, que dejarán el banco que dentro de poco ocuparían. Y así lo hacían.
Su vida era esa, su esperanza jamás se encontraba marchita, aunque no apareciera aquel joven que le alegraba, al final del día, se levantaba, estiraba el cuerpo con melancolía pero sonría, mañana sería un nuevo día. Y así se iba, en espera del amanecer que le traería al amor de su vida.