No te duermas
con el canto,
como aquellos redimidos
por el llanto
duermen,
los efluvios de su enorme
estriptiquez,
de su inmensa
infatuación,
de su doble
caridad,
de su errática,
figura corrosiva,
de alegóricas
figuras espectrales
sazonadas
con mendaces bocanadas
de dantescas
filigranas perniciosas.
Mascaradas mentirosas
que reclaman,
de una vida mentirosa,
empujada por maléficos
miasmas deletéreos,
al servicio de una vacua,
miseranda
abogacía acusatoria
que reclama,
cuantas más veces,
que te vuelve,
a reclamar.
Que te acusa
y te reclama,
como Pedro,
el apóstol,
Almafuerte,
reclamaba
con dicterios,
mentecato razonante,
apostrofando,
con su pluma lacerante,
fuego eterno,
llanto eterno,
sin plutarcos,
sin siquiera la sonrisa de Caín,
el fratricida,
y en aquella angustia eterna,
tú... y Luzbel,
diestro siniestro
vomitado por Jesús
abominando,
la dialéctica
que mansilla el sacro vínculo,
fraterno.
Gracias santo código
de ajuste y corrección,
de la vieja conmoción,
de los devotos
de la orden
de la pálida falsía,
amasijada por la egregia cofradía,
por poder alzar la voz,
de la consciencia,
en la urna cineraria,
de la pira funeraria,
con la cual,
por luengos años,
nos quisieron sepultar
y reventar,
sin la nueva inteligencia,
de un preclaro sol naciente,
que te inquiere,
y te interroga con la voz de Saulo
Santo y Padre, y Rector,
y Doctor
de nuestro credo,
repicando una,
y otra,
y otra vez,
en aquél,
tu oído sordo,
hoy te sigue,
repicando,
permanente
en tus oídos,
las calumnias,
y miserias prolongadas
de no haber dado,
siquiera,
un grito enorme,
preguntando:
¿vos qué hiciste por amor?