De sus hermanas era la menor.
Cuando nació sus padres eran viejos y menesterosos.
Pero en el pueblo era la más
hermosa entre las doncellas.
Desde joven hombres se fijaron en sus
pechos y en su angulosa cadera.
Su cabello de azabache le llegaba a la cintura y
tenía el caminar de gacela montés.
He aquí que el hijo menor de un
comerciante meticuloso
la hizo su esposa.
Pero, caprichoso al fin,
a poco la abandonò.
Entonces cayó en manos de un bandolero
que no solo se sirvió de su candidez y hermosura,
sino que hizo dinero entregándola a burdeles y
a hombres impíos y de ciudades extraviadas.
La vistieron con ropas llamativas,
le embadurnaron el rostro,
le colgaron joyeles impuros e intentaron
adiestrarla en las artimañas de la mala vida.
Así fue como un gélido diciembre conocí su tristeza
y angustia.
Hablé con su padre y le prometí el rescate.
Sí, pagué y la llevé a mi casa.
Hice que la calentaran,
le pusieran ungüento en sus heridas
y destruí el almizcle,
quemé sus trapos,
arrojé al mar las prendas disparatosas,
calcé sus pies con sandalias finas y
ordenè túnicas,
perfumes, anillos y aretes de oriente.
A causa de su llegada,
artesanos de Sidón fabricaron la cama
y la alcoba fue adornada con seda de Egipto y
ambientada con ébano, canela y caña aromática.
Puse, además, doncellas a su servicio y
elegantes mozos que tiraran de su carroza.
En mì solo un empeño: borrar el
azaroso y lastroso pasado.
Ahora solo imploro al cielo y a las estrellas
la restauración de su alma
y el beneplácito de abrevar de su fuente
por el resto de mi existencia.