Madre,
no me lleve a médicos ni me dé brebajes.
Lo que por dentro me ahoga y
quema no es mal común de la carne.
¡Ay madre mía!
Si la hubiera visto ayer.
Rodeada de doncellas estaba en el jardín,
vistiendo su túnica de imperio,
la tiara de colores,
los collares,
los zarcillos y la sandalia
piel de cabra con perlas.
El resplandor de su majestad
llenóme de confusión.
A tal punto fue que en la garita
descuidé los caminos enemigos
y casi caigo entre fieras
rodando por los encalados muros.
¡Santos cielos!
El olor de su piel,
amaestrada por esos ungüentos
de eunucos, se sobrepuso
al de la alheña y al jazmín.
Así me llegó al vergel del alma.
Madre,
ayer me dijiste que es locura
de desamparado viajero de mares sin puertos.
Perdóname, pero
¿qué sabe el corazón
de razón y torceduras?
Es un bohemio atardecido por copas,
un juglar componedor
de marionetas salobres y
una bestia desbocada entre sauces y espinos.
Ya me he visto cual hidalgo
o gran señor parado frente a su imperio.
Sabes, en aquella soñolienta
noche de invierno sus ojos
arañaron las estrellas de mi espíritu
y me lanzaron a las ondas
insondables del vendaval.
No soy héroe ni lo intento,
más por ella descarrilo mares,
sacudo vientos,
descobijo cielos,
muevo estrellas y
recojo los nenúfares en los mortíferos y
lúgubres pantanos del olvido.
¿Cuál bien sería el precio a mi osadía?
¿Calabozo, azotes o destierro en Patmos?
Ay madre mía,
por amor de Dios no me resondre
ni me mires con angustia,
que aún en el cadalso,
con la sangre rodando,
yo sentiré la gloria.