Con su amor
agazapado,
bajo el lago
que susurra,
el berretín
de tu pálida,
y de mi pálida
niñez.
Con el hondo
bajo fondo,
que palpita,
que rezonga,
bajo el polvo
milenar y secular,
de tus zapatos,
de tus miles
de arlequines
trasnochados,
sin vejez.
Con el rostro
improcedente,
por tu impávida
insolencia sideral.
Con el polvo de la
arena,
de tu pálida amargura
de mi pálida dulzura,
de esta vez,
de tu grito y de mi
grito,
seminal
que me conmina.
y te conmina
Con la absurda
soledad
gastada y vieja,
que retorna
una y otra,
y cada vez
Con la más,
de las crueldades.
de mis sórdidas miserias y,
las tuyas,
la del hombre
la mujer,
y la del niño,
que sonrojan,
temblorosos
su orfandad...
y que,
entonces,
con ensayos de alaridos
repetidos,
expresados en la queja,
temblorosa
de tu queja
y de mi queja,
inconfesable,
te reclamo y,
me reclamas
con vehemencia.
Y me dices
que me extrañas...
Y te digo
que te extraño...
Y declaro,
y declaras
que los reyes
de este día
son felices,
Son felices
porque saben
de tu reino,
de mi reino,
de la pálida marquesa
y del pálido marqués.
Con el cetro coronado
adornado,
con coronas
de papel de cigarrillos
no fumados,
Con ternuras perdurables,
con caricias ardorosas,
con la grávida esperanza,
de la próxima inminencia,
más cercana,
de la enorme lejanía,
de la impía imparidad.
Con la sacra rebeldía,
del amor
en el camino,
de nacer.
De nacer,
y haber nacido,
de un amor
entretejido,
entre motas,
de algodón...
¡alguna vez!