Con armas mortíferas y
la bandera de mi patria
llegué para conquistar su país.
Mi ambición era destruir y
sitiar ciudades,
asolar sembrados,
derribar muros,
desviar ríos,
aprisionar ejércitos y
dominar rebeldes.
Allende los mares conocida era la fama
del guerrero implacable y de oscuro pavés.
Pero he aquí que pasando yo
en mi caballo frente a la casa de sus progenitores,
mis ojos se prendieron en el extenso
oro de su cabeza, la tiara falsa
y en la mirada de loba asustada.
Convertida en botín de batalla,
un mediodía primaveral
la introdujeron a mi campamento.
El sonido de su voz,
el olor de las manos,
el confirmado de los pies y
las cejas de abejas,
trastornaron mi regimiento y
desorientaron el rumbo de los silencios.
Como paloma del desierto,
se amaestrò conmigo.
Más bien, entregó su aliento,
abrió sus fornidos pétalos y me
adormiló en su cándido pecho.
Por ella, ordené apaciguar la guerra y
permití a los hombres volver a los viñedos,
abrir las puertas de los pueblos,
restablecer las aguas y
llenar las casas de pan y de aceite.
El rey convertí en aliado,
sus dioses adoré y el santuario
llené de incienso y libaciones.
Como la madre de mis guerreros,
a sus pies fueron puestos los tesoros,
la poltrona de marfil,
el palacio de jardines colgantes, el caballo de plata y
todos los imperios conquistados por el mundo.
Con el amparo de mis colmenas,
yo la convertí en princesa,
en reina y en la diosa de los confines.