La miseria de los heraldos hablaba de la implosión,
pero mis apreciaciones lúdicas la consideraron efímera,
por demás, improbable.
Ignoraba, en aquel entonces,
el fiasco de sus trabéculas quebradas,
incapaces de sostener el epitelio de cada promesa
y la posibilidad de un desamparo extremo
que de alguna manera,
alguien pudo imaginar punible.
Lo verdadero se supo después,
cuando colapsaron sus pernos,
dúctiles hasta la aberración
y asomó el paupérrimo estandarte,
el único y verdadero pendón capaz de representarle.
Su perversidad se me antojó intangible,
como intangibles fueron las noches de fariseísmo
y sus orgasmos de carámbanos.
Su torrente de falsía me lastimó la vida
con las más cruentas y terribles dentelladas,
a sólo unos pasos de marchitarme el corazón,
a segundos del tiempo que desanda la eternidad.