Podría hablar del destino si quisiera, contar sus historias perfectas y
describir la antagónica ilusión del ojo que no observa: en Berlín, las agujas negras
aprisionan su movimiento en un angosto espacio de cifra y tiempo,
y en el centro de la tierra las partículas obedecen al dueño mas implícito.
Pero siempre caigo (con un tropiezo) al abismo profundo
de la realidad que narra cuentos de vientos
que incitan puertas al incidente,
y sobre manos que la cierran, donde los sentidos son apagados
y encendidos por la correa
del humano mas allá del humano: ¡y que es él!
En nuestra alma un reloj levógiro amedrenta la imaginación tenue o rigurosa,
como el lloriqueo de un perro lejano,
el tic tac escondido, o la palabra no escuchada rebosante en el peor silencio.
Y cómo olvidar la ironía participe: cementerios y sombras
de crucifijos ganando su partida al día, mientras la luz del símbolo
se pierde en la negrura humana;
una fogata abandonada perdiendo el control de su llama.
Caemos los humanos en nuestras propias voces
( junto con las paredes ancianas), caemos sobre un camino,
y al caer ciertamente nombramos al tropiezo destino.
Podría hablar del destino si quisiera,
contar sus historias en el tiempo y detallar
la oscuridad tras una ventana,
relatar sobre un relámpago que la acalla
y el miedo mas antiguo de un desconocido.