Desde los tiempos inmemorables,
sin contar los años bisiestos,
él había sido todo.
La blanca cabellera,
los surcos del rostro,
las manos aguzadas y
la leontina en el chaleco,
eran muestras de la honra y
del poder indisputable de su nombre.
Fue él quien ordenó las flores en los caminos,
los sueños en las casas,
el muladar bajo el almendro,
los canarios en las perchas,
las farolas marítimas y
los recitales matinales de los recabitas.
El día de su muerte yo estaba
en la esquina del pueblo.
Por eso vi lo que nadie más pudo atajar.
Los rincones estaban vacíos y
las mesas desprovistas de ensartes.
El mar rompió sus esquemas tributarios y
rodó por la platea en la funesta
madrugada caprichosa.
Solo el payaso y los gitanos trotamundos
escaparon del rocío invernal.
Pero la niña que estaba en la puerta,
escuchó el ruido desesperado
de los pájaros equivocados.
Bajo la silueta de la intensa lluvia,
antes del aurora,
dentro del zaguán había una sombrilla y
un sombrero oscuro.
A poco para las diez de la mañana,
sonaron las campanas,
incluyendo las de los otros pueblos
cercanos y remotos.
Era como si el mundo se hubiera hecho
crepúsculo y un solo repicar metálico.
Las palomas se alborotaron cuando el
cortejo atravesó la plaza.
Los senderos estaban de flores amarillas
recién cortadas con tallos y hojas.
En la glorieta, rodeada de mariposas enredadas
en laureles cenizos,
ancianos conversaban mirando las agujas
del reloj sobre la cúpula de la catedral.
Era el día del espanto,
cuando abejas trasladaban mieles
a los montes y muertos
en el cementerio agrietado
esperaban visitantes.
Con mantillas oscuras,
mujeres lloraban junto a las plañideras alquiladas.
En el aire se sentía el hedor a puertas enganchadas,
a cirios sin colores, a tripas de higüeros tiernos,
a pezuñas deslustradas y a noches rancias.
Fue así como amaneció el día del suspiro.
En los patios de las casas más antiguas,
fundadas desde la revolución agachada,
los comensales no rezaron
a causa del ruido de los cuervos enfurecidos.
Muchos rompieron las perchas y
se fueron a proclamar lamentos
por los árboles de las viviendas podridas.
Los señores de mentes preclaras
llegaron a la magistral conclusión
de que el orden de las cosas estaba invertido,
diametralmente en yuxtaposición al fundamento
de los puntos cardinales y de la santa madre iglesia.
Hasta las carrozas estaban
aparcadas en lugares inhóspitos.
No obstante, antes del amanecer
las puertas carecían de trancas.
Como siempre, el sentir de tarantines flojos,
el calor del café molido y la pena del pan recién cortado
se metieron por los agujeros.
Frente a la puerta de la Misericordia,
los poetas colgaron los versos y
dejaron a las rezadoras el compromiso
de juntar los manantiales rotos y amargos.
Todos, en un estado de ensimismamiento,
lloraron ante los santos óleos
y el olor a incienso.
Con el torso de la siniestra,
el padre secó los goterones de lágrimas
en una aptitud nunca vista en un varón de Dios.
En el tiempo crucial,
el escriba errante aprovechó para dibujar
el catafalco con el crucifijo,
la bandera de la patria,
el escudo primario,
el quepis impecable,
las gafas tinieblas,
los decretos antiguos,
el sable de héroe,
las condecoraciones congresuales,
la resolución de santo,
las guantillas y los oficios pormenorizados.
En la hora de la fosa,
rodando a la media noche,
el cielo se vistió de cosaco,
las golondrinas se aparcaron,
las estrellas se mojaron,
las camándulas temblaron,
los perros se orillaron,
las hojas se cuartearon,
los niños se adormilaron y
los habitantes se confesaron.
Fue entonces cuando,
compungidos y en agotadora vigilia,
acabaron por preguntarse,
¿y què será ahora de este pueblo desbanderado?