Mi mascota y yo no hacíamos más que observarnos
sumergidos en la espesura del bosque
tendidos sobre los helechos.
Condesa se llamaba
y era sumamente juguetona:
daba elevados saltos
persiguiendo saltamontes
a los cuales jamás les ocasionaba daño;
ya se lo había advertido seriamente
y ella lo aprendió sin protestar.
Estoy convencido de que igual que yo
disfrutaba la soledad;
a veces nuestras miradas se encontraban
después de haber estado
observando el horizonte:
¡nos parecía que el sol se juntaba con la tierra!
allende la lejanía dibujaba
preciosos atardeceres.
Cuando ya el sol proyectaba sus postreros rayos,
recogíamos nuestros escasos bártulos
y como si apostásemos carreras
nuevamente regresábamos al poblado
con los pulmones remozados:
¡luego de haber inhalado el aire fresco y descontaminado!
También nuestros ojos lucían limpios
después de haber observado el copioso verde
y los árboles espigados
más que todo pinos, robles y eucaliptos.
En conclusión: llegábamos a casa
henchidos de olores y colores
naturales y frescos
como no suelen verse en la asfixiante urbe.
JAIME IGNACIO JARAMILLO CORRALES
Condorandino