La canícula nos trajo sobre el arenal,
a las aguas traslúcidas,
al descubrimiento de los torsos juveniles.
Arrobados,
hablábamos con los ojos,
ansiosos por la experiencia de la caricia
y el desenfreno del beso.
Primero, resultó un toque casi imperceptible,
una fricción discreta sobre la piel foránea,
una sonrisa detenida en el cese de las palabras;
luego, una sujeción mutua,
el encuentro vehemente de las bocas,
el estío conectado a la ambrosía,
la ingravidez de las sinapsis deteniendo el ritmo
y la realidad del tiempo.
El verano se contuvo
gastando deseos y promesas,
supliendo el resto de nuestras vidas,
perdurando hasta el instante en que se agota
la tibieza absurda de otros veranos.