Fe, fe mía
¿por qué no me advertiste
que habían tantos perversos
vestidos de santos en el atrio?
¡Oh!
Cuánto daño me hizo la ingenuidad.
Habría sido roca bajo lluvia y
jamás te habría culpado de indiferencia.
Hubiera tenido intuición,
sabiduría y, sobre todo,
coraje para no derramar
estas lágrimas salobres.