Una tarde de lumbre amanecida
ella me dijo que le dolía el alma.
Por el cielo anaranjado corrían
las arpas de la desesperación.
Abajo, pegado al puerto de los aguaceros,
un viento húmedo caminaba
sobre los sauces amarillos.
En el tiempo transcurría
la sombra de la espada,
mansa, inocua, sonora y apagada.
Era la hora de la soledad y
cuando el silencio pasaba como un centinela
cansado de derrotas y devastaciones.
Yo, consiente de las hilachas de la noche,
corté las espigas doradas y
le entregué la mejor ilusión.
Con la palma de su diestra frente a los ojos,
como un espejo astillado en las esquinas,
ella lloró amarga y desconsoladamente.
Sus lágrimas atravesaron los fundamentos del mar,
taladraron el alma de la angustia y
se amamantaron en las copas
de las flores en los arroyos cristalinos.
Con versos, cantos de aves y luces de libélulas
quise retenerla.
Simplemente guardo el retrato
del último día en que ella,
resuelta a sus soledades y
penumbras, abandonó la tibieza
de mi cama sin siquiera darme el adiós.