Samuel Santana

MelancolĂ­a

Una tarde de lumbre amanecida

 ella me dijo que le dolía el alma.

Por el cielo anaranjado corrían

las arpas de la desesperación.

Abajo, pegado al puerto de los aguaceros,

 un viento húmedo caminaba

sobre  los sauces amarillos.

En el tiempo transcurría

 la sombra de la espada,

 mansa, inocua, sonora y apagada.

Era la hora de la soledad y

cuando el silencio pasaba como un centinela

 cansado de derrotas y devastaciones.

Yo, consiente de las hilachas de la noche,

corté las espigas doradas y

 le entregué la mejor ilusión.

Con la palma de su diestra frente a los ojos,

como un espejo astillado en las esquinas,

ella lloró amarga y desconsoladamente.

Sus lágrimas atravesaron los fundamentos del mar,

taladraron el alma de la angustia y

se amamantaron en las copas

 de las flores en los arroyos cristalinos.

Con versos, cantos de aves y luces de libélulas

 quise retenerla.

Simplemente guardo el retrato

 del último día en que ella,

 resuelta a sus soledades y

 penumbras, abandonó la tibieza

 de mi cama sin siquiera darme el adiós.