Vi en tu rostro que ya no querías irte.
Estabas agradecida.
Sencillamente te traté con la suavidad
del algodón de las planicies y
con los afeites de mis canelas.
Nos entrelazamos sin rumores y
sin mirar la oscuridad indiscreta
de la noche de truenos.
Era tu espalda contra mi pecho
mientras mis manos paseaban
los paisajes de tu piel.
Te entregaste abierta
como flor de primavera bajo
una lluvia torrencial.
Por la ventana entraba el olor
de las amapolas y
la humedad de las hojas estampadas.
Mis dedos deshicieron nudos almacenados
por oprimidos inviernos y
por disparatosas horas de soledades.
Giraste tu cabecita de perla y
me miraste con tus ojos grandes y altivos.
Que preciosa la joya en tu nariz y
los zarcillos en las orejas.
Tu mano derecha,
fina y larga como serpiente,
se enredó en mi cuello.
“Gracias”, me dijiste aliviada y
con voz terciopelo.
Ahora, cuando con el viento juegan los pájaros y
la noche se hace tan húmeda,
pienso tanto en ti.
¿Por dónde andarás gacela de mi alma y
de los silencios espantados?