Hablando acerca del mal uso del lenguaje, se impone revelar la ausencia de la inocencia del habla. A propósito, el decir nos representa... y más que eso.
No hay ninguna posibilidad de conocer sin lenguaje. Si bien no podemos hablar de una identidad entre cosa no lenguaje y lenguaje no cosa, el lenguaje es una cosa sucedánea de la cosa. Por eso se usa para tratar de escrutar el mundo y su significación. Y, aunque resulte impreciso tener una idea replicada exactamente de la cosa no lenguaje, es a través de él que podemos establecer grandes lineamientos del mundo que «ve» el que piensa o el que habla, si se lo acompaña por otros vectores conducentes.
Por cierto, el lenguaje es una significación que sigue el curso del dinamismo ontológico y sus abstracciones e imaginaciones. Los codifica. Por eso el lenguaje es variado, diferenciado, ilimitado, infinito,., y creciente. No solamente representa la cosa no lenguaje, sino que revela la historia del hombre, del mundo, de la historia, de la cultura, del posibilismo y de tantos otros aspectos que creemos que se ocultan detrás de unas letras ordenadas sintácticamente, detrás de significados polisémicos, o detrás de una pragmática que acompaña el pensamiento en el silencio, la materialidad fónica de la pronunciación, la nominalidad de la escritura, la teología, la antropología, y la cronología subyacente, para citar solamente algunos aspectos totalizadores que hay que deconstruir para poder entender, interpretar, describir, proyectar, conocer, y suponer.
Tal vez el lenguaje sea el primero, el mayor, y el mejor de los recursos formales para conocer. Sin embargo, como está ahí, casi a a la mano, y es tan frecuente, el lenguaje parece haber perdido su potencia, su aura reveladora, su posibilidad de insuperable poder de calibraje.