A Gayne Zapiain
No hay porque atar el hielo que crece en tu ventana,
no hay que estar triste, mientras las nubes reiteren su movimiento constante,
porque tú y yo una mañana ya no estaremos, no habremos vuelto.
Habíamos creído que hacíamos huellas sobre los días,
pero sólo desatábamos hojas con números sin cuentas, eran el polvo y la ceniza.
Y nos equivocamos cuando quisimos atar el hielo a las ventanas
porque el hielo huía y se hundía en la tierra,
como todos los recuerdos donde la muerte era su huida y nuestra la ceguera.
Muertos de miedo, aferrados a lo efímero sobre el caparazón del hielo,
desde su cobijo de frío nos cubrimos los huecos de los ojos para llorar lo perecedero,
tanteando con miradas ausentes los cristales de las ventanas
por donde creíamos que pasaban los días.
Donde las palabras se quedaron sin lengua, y los párpados sin ojos,
desde la tierra donde los recuerdos mudos y ciegos son sepultados por el grito de la agonía.
En las ataduras del tiempo permanecemos impávidos
ante el terror de los verdugos que arrancan nuestros días,
ya no veremos el hielo atado que crece en las ventanas,
ni las nubes correr ante el futuro.
No quedará nada.