Me pierdo en la inmensidad del mar.
Dejo que mis ojos se confundan con el azul lejano, con la nubes, con la bruna que se pierde en el horizonte.
Mi ánima abraza a la gaviota solitaria y la acompaña en su volar sereno. Puedo sentir su tristeza, su dolor; la consuelo solo con mi presencia.
Las olas marinas acompasan mi sentir, mientras la brisa acaricia mi piel y juega con mis cabellos.
A lo lejos contemplo el faro abandonado. No hay cosa que me provoque más nostalgia que ver aquel gigante, que otrora fue un punto de referencia para navegantes, pescadores, aventureros, envuelto en el más profundo silencio; arropado por la intensa soledad. Solo el viento le acompaña y le úlula en su interior, haciéndole recordar tiempos lejanos. Estaría horas y horas contemplándolo. Resiste a pesar del tiempo, de las tempestades, del inclemente sol, del paso de las estaciones; orgulloso de lo que fue un día. Resiste sin quejarse abandonándose a su futuro.
Los gritos de un niño jugando con su padre, en la orilla de la playa, me traen de nuevo a mi realidad. Los miro de lejos. Despreocupados corren y vociferan. Viven solo el momento, eso les basta. El mañana ya vendrá. Imposible evitar recuerdos de antaño. Sonrío y sigo mirándolos otro rato.
Cierro mis ojos, hecho mi cabeza hacia atrás y me dejo tocar por el astro rey. Siento sus rayos en mi tez, su calor, su energía. Me recuesto el la arena tibia. Extiendo mis brazos y con mis manos aferro millones y millones de granitos que se resbalan a través de mis dedos. Sentir, solo sentir. Vivir solo vivir. Amar, solo amar. Esperar y dejar fluir.