No logro decidirme en qué momento prefiero recordarte. Estoy indecisa entre amaneceres, atardeceres y madrugadas. Y me siento confundida, cariño, porque cada una trae consigo sentimientos y pensamientos distintos.
El amanecer, por ejemplo, comienza como una ligera nube sobre mí. Siento una fina y delicada neblina llena de misterios, secretos y pensamientos muy sanos, muy tranquilos. Muy de amaneceres. Tu recuerdo se vuelve relajante, fresco y brillante. Se me vienen a la mente todas esas veces en que nos montábamos al techo y esperábamos ver cómo los primeros rayos de un imponente sol tenían un bello contacto con flores dormidas, a las que despertaba y llenaba de vida, con el recuerdo de esos pájaros cantando que tanto nos llenaban de paz. Había una brisa fresca y libre de tormentos, un día amable y un cielo azul claro que era teñido con pequeños manchones blancos; confundidos con esponjosas, jóvenes y algodonosas nubes. El amanecer provocaba en nosotros un silencio muy ruidoso, pues; sin decirnos absolutamente nada; el cielo, las nubes y la brisa fresca ya lo habían dicho todo en nuestro lugar. Sin duda alguna, el momento más calmado que tengo para recordarte.
Luego está el atardecer: tan romántico, nostálgico y lleno de bellos matices. Tus recuerdos, amor mío, se ven envueltos por un ocaso con tintes amarillos apagados, rojos apasionados y anaranjados atrevidos. Aquí, inevitablemente, nos veo en la playa, llenos de arena, excitados por el vaivén de las olas, enamorados, rotos y nostálgicos. Siempre escogíamos la toalla blanca con flores moradas, la colocábamos sobre la infinita arena y nos acostábamos a ver el espectáculo de colores cálidos, nostálgicos y rotos que el cielo nos estaba ofreciendo. Las nubes se iban oscureciendo, el sonido de las olas inundaban el lugar, el sol se perdía cada vez más detrás del horizonte, el brillo y la alegría del día se iban con él... Hasta que se perdía por completo y nos quedábamos allí, románticos, a oscuras, destrozados... Siempre terminábamos haciendo el amor. La arena se escurría por nuestras piernas, nuestro cabello se desordenaba y nuestras manos tamblaban. Acabábamos, entonces, románticos y confundidos. Muy de atardeceres... Tu recuerdo empieza a doler un poco, querido, empieza a perder colores y a mezclarse con la noche; pero no deja de ser bonito y, aunque roto, es tolerable todavía.
Entonces llega la madrugada, que no se decide entre ser brillante y fresca como un amanecer, o ser rota y nostálgica como un atardecer. Hay un choque terrible entre los dos -muy destructivo, a decir verdad-. Se combinan emociones frescas y nostálgicas, recuerdos brillantes y recuerdos rotos, recuerdos silenciosos sobre un techo y jadeos llenos de arena en una solitaria playa. Te pienso, te recuerdo, te vivo, te siento y te extraño. Muy digno de madrugadas, ¿no?
Tu recuerdo de madrugada viene siendo el más letal de todos. Cariño, en las madrugadas padezco de insomnio y carezco de tu compañía. La madrugada es oscura, llena de billones de estrellas que me recuerdan a tus ojos, llena de una Luna que refleja tu rostro y me indica que es la hora solitaria, romántica, sensible, herida, deseosa, rota, sin brillo; con nubes negras, lloronas, masoquistas, distantes y sin ti...
Pero termino eligiendo a la madrugada como el mejor momento para recordarte. La elijo porque, a pesar de ser letal y solitaria, te reúne en un sin fin de recuerdos de amaneceres y atardeceres junto a mí. La elijo, querido, porque al menos mantiene a mis sueños ocupados y me da la oportunidad de verte una vez más.
Espero llenar mi memoria de nuevos amaneceres, atardeceres y madrugadas contigo, estar viviéndolos en un presente casi eterno. Digno de amores de verano que duran muchos inviernos juntos.