Nietzsche reiría estentóreamente, o bien lloraría amargamente, como la vez que vio al malévolo castigar a la bestia, y se le puso a la par ignorando la cualidad falsamente humana del infame, del impío agresor que execraba aquello de lo que se servía y era razón y motivo de su existencia, de su subsistencia y de su soledad a dúo.
A veces no alcanza con callar lo que no se puede decir, sino que basta con decir lo que no se puede callar. Algunos tragediantes que pretenden regimentar nuestros pensamientos porque tienen la mano traviesa munida de certezas previamente concebidas, ironizan con tanta ligereza, que destilan una hibridez patética: dulcamaras filosóficos, revelan con su discurso que no saben que no saben, que no saben nada de esa malsana costumbre de dividir para multiplicar, de separar para unir, de tachar para esclarecer por la que abogan y se especializan con artilugios y filigranas despreciables. Signos claros y patentes de una inusitada decadencia. Si en «esas» manos reposa nuestro destino, nuestro destino está sellado, lacrado, y anuncia las trayectorias de una estríptica existencia. Siendo así: ¡No te salves!