La muchedumbre te aplasta sin compasión.
Los gritos ensordecedores retumban en tu cabeza.
Caes, y tus rodillas se lastiman con las piedras de la acera,
sientes que la sangre moja tu vestimenta...
No hay dolor...
El dolor hace tiempo que se convirtió en parte de tu vida.
No sabes lo que es un día sin dolor, sin sufrimiento,
sin ganas de gritar al viento que estás sufriendo,
que lo amas, y que hace mucho tiempo él te ama,
mas que a si mismo, más que al mundo entero...
Pero tenía una misión, para la cual fue escogido.
Y la estaba cumpliendo...
La multitud vocifera su nombre, escupe, maldice, ríe y gime.
Es una masa amorfa de sentimientos viles que te empujan con fuerza,
y te obligan a levantarte, y seguir adelante...
Lo ves... está cansado...
Ves que una mujer se acerca a él, y con parte de su vestimenta
trata vanamente de limpiar su rostro maltrecho y ensangrentado.
Él casi no reacciona...
Notas que intenta una especie de sonrisa benevolente,
pero el látigo vehemente, cae despiadado sobre la espalda desgarrada,
y hace que muestre una mueca irreconocible de dolor y abatimiento...
Las lágrimas te nublan por completo...
Intentas acercártele,
pero mil manos te detienen y solo puedes gritar su nombre...
La bulla del gentío apaga tu grito sin clemencia...
Todo a terminado...
Nuevamente lo tienes en tus brazos.
Pero él se ha ido...
Te dejaron unos huesos magullados y un rostro maltrecho,
donde a duras penas puedes reconocer los rasgos amados.
Limpias las llagas en silencio, mientras murmuras esa canción bella
que cantaban juntos en los tiempos aquellos,
cuando recién empezaba su camino,
y eran felices juntos, con todos sus amigos...
Murmuras la canción en silencio, para no alterar la paz de los muertos.
En tu corazón hay un fuego que grita y tortura tus pensamientos:
Por qué?! Para qué?!
No encuentras consuelo...
Y aún así, sonríes,
y mientras le das un tierno beso, murmuras, como siempre:
Te quiero, amor mío...