¿Estarías viéndome desde allá abajo?, ¿podrías realmente percibir cuando empiezo a flotar y ya no estoy a tu lado, sino que me evaporo sin remedios, mezclándome con el aire matinal y el rocío sobre las hojas y las flores aún dormidas? Clemens, amado mío, estoy volando. Me temo que vos sos el culpable, bueno, tus labios son los verdaderos culpables. Siempre sos el culpable de los sucesos bellos e inenarrables. Siempre vos, siempre tus labios.
Estamos en la cocina preparando una ensalada y luego, sin previo aviso, aunque viéndolo venir, me decís: «deberíamos nadar en el césped». Siempre lo hacés. Soltás ideas un poco extrañas que al principio no logro entender, y me avergüenza, me apena sentirme un poco inferior a vos cuando tu mente parece un ferrocarril que no se detiene y que su destino final (sin un verdadero final) es siempre un lugar lleno de maravillas y fascinaciones. Yo te miro algo confundida y te pregunto cómo se puede nadar en el césped, que parece algo ilógico y que necesito que me expliqués cómo hacerlo. Vaya que lo lógico no es lo tuyo. Tus ojos se iluminan y se llenan de la inocencia de un infante, sé que me enseñarás cómo se nada en el césped…
Entonces dejamos las lechugas y los tomates para otro momento, esto sí que es más importante que una simple ensalada. Me tomás de la mano y me guiás al jardín trasero.
—Acostáte y cerrá los ojos— me ordenás, y yo, como una amante fiel, te obedezco.
Estamos acostados sobre el pasto y entrelazás tus dedos con los míos, tu mano está fría y yo sólo quiero brindarte todo el calor que yace dentro de mí, todo para vos, sin medidas ni miedo a quedarme fría después.
—¿Podés sentirlo? —continuás—, ¿escuchás cómo las fuertes olas revientan contra las rocas?, ¿acaso no sentís el penetrante olor a sal y a pescado, la arena perdiéndose en tu cabello y el sol en toda la frente, las risas perdidas en un eco tan lejano y tan cercano a la vez, los trajes de baño, las sombrillas a medio abrir, el chirrido de las gaviotas, la orilla, tan bailarina; la tranquilidad inexplicable que una tarde en la playa suele brindarnos, y todas esas cosas de playa? Decíme que sabés de qué te estoy hablando, Danielle. Decíme que nos ves en la playa y que sonreís al imaginarnos en ella, de noche, si querés, pero decíme que son claras tus percepciones y juntos nadamos y nos empapamos. Nos enamoramos, Danielle, empapados nos enamoramos otra vez. Todas las veces que nos sean posibles nos enamoraremos.
Muchas veces no entiendo a lo que te referís, es cierto, pero ésta vez lo entendía: estábamos en la playa. Tener los ojos cerrados me ayudó a recrear la bella atmósfera que juntos habíamos creado. Vos me decías que la marea estaba muy tranquila ese día y le dabas gracias a la luna por ello, yo te daba la razón, la marea estaba perfecta, ni muy rebelde ni muy sumisa. Y fue entonces cuando lo sentí, realmente lo sentí, estábamos nadando, y ya no en el pasto sino en el vasto océano. Ciertamente estábamos empapados, querido, empapados de agua salada, de ilusiones y de irremediable amor.
Vos sonreías, sonreíamos. No tenés idea de cómo disfruto estar en esta playa-jardín, nadando en este mar-césped a tu lado. En realidad, no importa el lugar, eso es lo de menos; lo realmente importante para mí es que vos estés conmigo, sentirte mío y sentirnos nuestros; que te aparezcás de repente y nos transportemos y alucinemos sin control. Ya sabés cómo me pongo cuando imaginamos mundos paralelos y suponemos que el pasto se come a la vaca y no al contrario, por darte un ejemplo comestible, o cuando nadamos en el espacio y la gravedad no existe, he ahí que nos ponemos a volar tanto, amor mío; o cuando arriba es abajo y derecha es izquierda, cuando lo grande es pequeño y que estés allá es, de hecho, es que estás aquí. No existen distancias, todo está cerca, y es increíble imaginarnos imposibilidades como esas.
Cortás nuestras soleadas y mojadas visiones de repente cuando te levantás para apoyarte sobre tus codos. De súbito nos encontramos nuevamente en el jardín, que mágicamente tiene un mejor aspecto, como si nunca lo hubiese visto de esa manera.
—¿Te gustó nadar en el césped? —Decís tan sonriente que da gracia.
—¿Es enserio que me estás preguntando si me ha gustado?, ¿tenés la osadía de preguntarlo? No, no me gustó…—digo un poco seria—… ¡me encantó! Pienso que me ha gustado más que estar en una playa contaminada de gente y otras suciedades.
Te reís y me colocás sobre vos. Qué agradables momentos a tu lado, amor mío. Iniciamos una pequeña guerra de cosquillas mientras giramos por el pasto y nos ensuciamos un poco, porque, oye, ¿cómo se puede llegar a pasar un buen momento si no se termina ensuciándose un poco? Todos los placeres de la vida terminan ensuciándonos o despeinándonos, ya sabés, correr bajo la lluvia, saltar sobre los charcos, hacer el amor, ir en una motocicleta tan rápido que te sentís libre, amar con locura, o simplemente dar vueltas sobre el césped. Ya ves, los verdaderos placeres de la vida nos dejan un poco vueltos nada.
Lo demás se hace absolutamente inane en ese instante. Siento que se va deteniendo el tiempo, estamos frente a frente, cada vez más cerca. Tan cerca que nuestros ojos se empiezan a ver más grandes, estamos a punto de darnos un beso y vos, tan lindo, cerrás los ojos. Cómo te quiero, mi amado Clemens, cómo te quiero… Con mis ojos repaso tus labios una y otra vez, como si por primera vez los tuviese frente a mí, como si por primera vez tus labios y los míos fueran a tener ese fino contacto al que estamos tan acostumbrados, tan necesitados y tan ansiosos por tener. Parecen cortinas de delicado terciopelo. Me embriago de vos, me enamoro de vos, hasta el fondo, ciega y absurdamente. Ah, vos sos locura, vos sos tan apasionado, tan apasionante, vos sos incorregible, locura mía, con momentos de lucidez que amo y que me hacen amarte.
En cuestión de segundos ya he visualizado más de media hora juntos, siendo nosotros un solo cuerpo. Y te tengo cada vez más cerca y sólo pienso en entregarte el beso más tierno y sincero que te hayan dado jamás, entregarme toda a vos a través de mis labios que buscan los tuyos, enseñarte el camino a casa a través de mi boca, que te sintás vivo y vivamos eternamente en la secuencia repetida de un beso continuado. Qué bonito es todo cuando tu boca y la mía se unen y todo es un concierto besado.
Luego me pasa que voy sintiendo que yo me voy despegando de mí, como si me dividiera en dos y mi frágil cuerpo se quedara allá abajo, con vos, y mi otra yo está flotando, elevándose cada vez más. Nos veo allá abajo, Clemens, ¿así se siente la libertad? Todo es tan precioso desde esta altura y sólo me pregunto si… No. Mejor no me pregunto nada, no hay espacio para preguntarse cosas. ¿Y si me pierdo este instante de libertad por mi absurdo afán de buscarle una respuesta a todo? No me lo perdonaría, no podría…
Entonces nuestros labios empiezan a separarse y alegremente voy descendiendo hasta volver a tus brazos, como una danza dirigida por el compás de tus labios. Ambos sonreímos tiernamente al final de ese bonito beso, vos me acariciás el cabello tan lento que se hace relajante, nuestros corazones se conectan en un pálpito al unísono, y te siento aquí.
—Clemens…
—Sí, Danielle…
—¿Sabes?, todo se ha tornado triste desde que no estás aquí, conmigo, con todos. Por las noches tengo pesadillas y es un caso lamentable cuando despertás sobresaltada, llorando, empapada en sudor, con la respiración pesada y llena de confusiones y te das cuenta que la verdadera pesadilla empieza cuando abrís los ojos. La casa está como enferma y todo tose, todo contagia. Aquí hay un bosque impenetrable, en medio de una tiniebla aterradora, muy espeluznante en el que me encuentro desde ese fatídico día. Para no alarmar a los demás uso eufemismos constantes, ya sabés, cosas como que te amo y me hacés falta. Clemens, yo a vos no te amo, yo a vos te vivo, te sé y te siento, infranqueable; el amor es algo relativamente diminuto, microscópico para lo que yo siento por vos, y lo sabés; sabés que no te extraño, que yo me desarmo y me deshago en la mísera angustia de despertarme y no encontrarte a mi lado, siendo vos la pieza faltante en un rompecabezas inmenso que está regado, por allá, tirado en un rincón, lleno de polvo ya. Abro un libro al azar en una página al azar, no sé, la página veinticuatro, y encuentro tu nombre, amado mío, cada letra son tus letras y toda lágrima derramada te pertenece, todo poema, todo texto, todo suspiro, todo pensamiento, todo recuerdo, todo café en medio en un día lluvioso, todo este desastre, toda yo te pertenezco. ¿Por qué tuv…
—No —me consolás—, no pensés en eso, Danielle. Te prometo que superaremos esta difícil etapa, juntos lo haremos, y finalmente nos quedaremos sin aire por tanto reírnos y amarnos tanto también. Quizás entre nosotros exista una línea exacta, un hilo que cose nuestros caminos para que se encuentren y no se separen jamás, siempre unidos.
Es entonces cuando me decís, mientras me besás la frente, que se te hace tarde y te tenés que ir: «Se acabó mi tiempo». No quiero que te vayás nunca, Clemens. No quiero que me desmemoriés, no quiero desmemoriarte jamás. Supongo que para la próxima ocasión iremos a París y caminaremos bajo la lluvia, conocés de cerca mi enfermizo amor por París y por caminar bajo la lluvia; o iremos a Venecia y daremos un romántico paseo en sus lindas calles, recogiendo las margaritas que deshojaremos, creando un camino con los pétalos separados de la flor... Por lo pronto sólo queda darnos otro beso, esta vez de despedida. Se humedece mi rostro entero en el transcurso en que recojo el mantel y los recipientes de la ensalada. Me siento perdida y ya no sé cómo regresar a casa.
Se nos debe un encuentro un poco más largo, ¿no lo creés? Nos lo merecemos, es cierto. Se nos debe estar cerca, tenerte en mi cama, amando tu desnudez, se nos debe el placer de acariciarnos durante mucho tiempo, que nuestras lenguas tibias jueguen a buscar sus orígenes, movimientos simultáneos seguidos de una respiración confundida y confusa, redescubriendo nuestros lunares, aquellos que no sabíamos que existían siquiera; se nos deben, querido Clemens, muchas noches enteras, dulces gemidos intermitentes, tocar tu piel y dibujarte con la yema de los dedos, llenarme de vos, hasta los tuétanos, pertenecerte y que me pertenezcás. Se nos debe tiempo, películas a blanco y negro, tostadas y café con leche por las mañanas, vino tinto mientras leemos un buen libro, paseos nocturnos, tangos italianos, cenas bajo la luz tenue de las velas, contacto, mucho contacto… Ah, en fin, se nos debe mucho, Clemens, quizás demasiado se nos deba. Pero yo no soy muy exigente y me conformo con las noches en la que pueda apreciar tu sonrisa y ver tu cabello despeinarse, entrelazar nuestros dedos y poder dormir en tu pecho después de haberte contado las pecas e imaginar que cada estrella representa a cada una de ellas. Dulces sueños, amor mío…
Sé que tus flores favoritas eran las margaritas y las azucenas, siempre te dejo un ramo de margaritas y azucenas.
—Te amo, Clemens…
—Yo también te amo, muñeca. Gracias por las flores, ya sabés que son mis favoritas.
Ya lo sé, ya lo sé, y quiero que sepás, delirio mío, que veo la vida como una bella eutanasia, la quiero pronto, ya, ahora mismo. No vale la pena vivir en este desasosiego, no vale la pena ya. No seré tan tonta como para esperar a que el destino, que le encanta tomarnos entre sus huesudas y asquerosas manos para tenernos como sus estúpidos títeres, se le dé por colocarnos en el mismo lugar. Pronto sabremos, mi vida —en sentido literal mi vida—, quién es el títere y quién el titiritero. Espero no tardar demasiado, porque, Dios, cómo adolecen y cómo desgastan estas visitas al cementerio, Clemens, mi amor…