Cuando nací y abrí los ojos,
lo único que vi a mi alrededor fue pobreza.
La casa era un rancho en tablas de palmeras,
techo de cana,
piso de tierra
y trastos rústicos,
entre ellos cuatro sillas de madera
y una tinaja con agua del arroyo.
Mis padres eran ya ancianos:
fui el último de once hermanos.
Todos se fueron a rodar
por la vida y el mundo.
Construía carritos con
ruedas de javillas
y jugaba con mi perro Negrito.
Para entonces,
comíamos cuando mi padre conseguía
trabajo en algún conuco
o cuando a mi madre la llamaban
para lavar en casas de familias.
En la mayoría de los días,
de las semanas
y de los meses el fogón permanecía apagado.
Yo carecía, además, de zapatos y de ropas.
Fue por eso que solo estuve tres años en la escuela.