Hay cosas que no comprendo, en realidad no acepto. Esa tozudez que siempre ha sido, parte de mi propio ser me lo impide. No voy a cambiar el mundo con mi postura, pero ya estoy con demasiadas juventudes desgastadas sobre los hombros, como para sentirme nada.
En el péndulo que golpea rítmicamente los extremos de la conciencia, las virtudes alternan entre las luces y las sombras. La vida y la muerte, prisioneras del laberinto de la ambición, deambúlan enceguecídas por destellos de cigarras. Pareciera que toda chispa de cordura, de comprensión, de empatía debe ser apagada de inmediato, si es posible tortuosamente. Negada al entendimiento la razón de la existencia, el hombre es tan solo polvo que arrastra cualquier briza y moldea hasta el roció insignificante del alba.
Cada quien a su manera se considera un dios, ansioso de acólitos, que lo idolatren y en la falsía de la propia perfección, los ojos se vuelven ciegos y todo es oscuridad… en los demás.