Dentro del humilde ataúd,
comprado con monedas colectadas,
estaba el rostro ya gastado de mi padre.
Junto a él fui testigo de medio siglo en penurias.
Sus días fueron un azadón,
el machete,
el sol,
la lluvia,
el frio,
la sed y la desnudez.
El pan siempre le corría.
En su vejez,
y bajo el naranjo del patio,
sentado contemplaba el polvo del camino,
como si esperará algo.
Con la rama de un árbol se hizo un rústico bastón
cuando la vista empezó a fallarle.
Pero una mañana lo encontré trastabillando
en medio de una cuneta de lodo
y agua amarillenta.
Fue mi madre quien,
manando lágrimas,
le cerró sus ojos la invernal mañana
en que se fue de este mundo.
A su muerte suspiré profundo:
“No más angustia”.
Sobre esta tierra no hay nada tan triste como morir
sin haber vivido.