Quizá nunca leas esta carta
o si la lees,
no seas capaz de darme
la respuesta que necesito
para saber que mi corazón
no está muerto.
El tiempo es como una soga
que prende y aprieta mi cuello
y en su pasar
siento cómo me va ahogando
lentamente,
haciendo que en el último aliento
no sea un grito de dolor
lo que se escucha de mi boca
sino mis lágrimas
que como cristales
van rompiéndose al caer
sobre estas tierras
que hoy me llaman,
y se llevan
en el estallido de su lamento
todos los recuerdos
que en mi memoria
se escribieron con tu imagen.
No pensé nunca
que mis ojos te acabarían
viendo
como algo más
que una verdadera amistad,
ni que mis pupilas invadirían
su iris
cada vez que te veo
y vienes caminando hacia mí
con esos andares
de fantasía
y esa sonrisa que tanto
me gusta,
tu sonrisa de diamantes
en bruto
cuyo brillo eclipsa
cualquier amanecer.
Ahora entiendo
por qué en mis pensamientos
sólo podía oír tu nombre
y por qué me sonrojaba
cada vez que tus manos
me rozaban
y tu voz me acariciaba
entre notas musicales
que retumbaban en mi ser
como una melodía
de sueños y de vida.
No creo que el olvido
pueda arrancar de mi pecho
tu alma,
si esta carta
es el espejo en el que
queda guardado
el amor que nunca
me atreví a expresarte,
aquel que fue callado
en la mía
durante meses,
a pesar de las estaciones,
a pesar de la distancia,
a pesar de la ignorancia
de no preguntarte
si tus sentimientos
cohabitaban bajo
la misma bandera
que los míos.
Fui cobarde
al no decirte nada
y ahora me limito a
redactar aquellas cosas
que en el silencio de
tu presencia
no osé declararte
en voz alta.