Las puertas que lloraron las
noches de las guerras,
entre la lobreguez,
el desatino
y las despuntualidades,
buscaron muchas respuestas.
Pero el tormento de una sombra
arrastró las ansias de las briznas.
Con toda su profundidad inaguantable,
el vacío pensó en los despojos del tiempo.
Si para cuando el invierno llegó
ya los cuervos vestían sus
atardeceres de luna y atrocidades.
Y los pasos apresurados de una
idea sufriente quisieron trastornar la
mirada inocua del viento
solitario y peligroso.
Precisamente,
esa frialdad evocaba aquellas
viejas batallas de las que quedaron solo
estatuas ensangrentadas
y la desarticulación de puertos
y arcabuces raros.
Nadie se explicò por qué los guardias,
en un abandonado mausoleo
de mármol cuarteado,
resguardaban los ataúdes negros
de aquellos que en la maldita
desorganizada invasión
abrubtamente perecieron,
estropeando las flores
y las tarjas de los cementerios.
Ya lo dijo el guerrero de penacho
alquilado,
mientras injusticia haya,
paz en el mundo no habrá.