El resplandor del día era inmanente a su ser.
La luna brillaba consecuente a su rastro. Él no sabía existir sin dejar impregnada su esencia, su ser mismo.
No podía pasar desapercibido. Su existir era motivo de que los ríos dejaran su curso para elevarse y tocar el Sol.
Su mirada, fastuosa, hablaba de otro mundo.
Él era de otro mundo.
Nunca se vio una melodía tan deslumbrante como la que él cantaba; ni se oyó un percibir como el suyo.
Pero su alma era un misterio, un sigiloso enigma que ni el más sabio podía comprender.
Era un alma generosa, que sólo podía
provenir del pincel de Dios.