En procura de inspirarme
para un poema un
tanto lúgubre,
visitè el viejo cementerio
a un rincón del pueblo.
Vi imágenes de perros
sobre montículos de amos,
serpientes enroscadas,
gatos, cuervos
y fotos desgastadas.
Era todo un despliegue
del arte mortífero.
El aire era pálido
y la humedad del pasto
traspasó mi calzado.
Además, noté las
diferencias que establece
el hombre aún dentro
de ese reino insalvable:
tumbas de miseria y
mausoleo de oro.
Encontrè inscripciones
de làgrimas, de tristeza y
muy sarcásticas.
Pero la que me hizo
despertar todos los
muertos fue esta:
“Aquì yace Pablo Mejía
que a la cocina de un
loco entró un día
a probar si gas había…
y había”.