Escribir era un juego de niños, contar números hechos con pedazos de corcheas, dibujar del interior de un árbol sus nudos de madera o plasmar a hierro forjado las hojas que hacías brotar; ser imposible de una forma accesible, ilusionado.
Era hacer creíble la fuerza invisible de un gesto que guardas en la mirada sin las conjeturas de tiempo ol espacio.
Esa fe que abarca lo inmediato y próximo, enlaza con tu instante preciso y se hace omnipresente, como un manto de nieve perpetua que nos preserva de nosotros mismos.