Vi esconderse el Sol tras las tinieblas,
yacer las flores en los campos
habitados por el olvido,
perderse los mares en los ríos
y los ríos en los mares,
vi desvanecerse mi inocencia
al abrir los ojos
y observar la realidad del mundo
en el que persisto.
Como la llama que su luz apaga,
el candor que me vestía
desnudó sus lágrimas
ante la maldad y las máscaras
de los que se disfrazan
bajo el falso nombre de personas.
Como el ruiseñor que canta
silenciando las batallas,
refugiándose en la noche,
huyendo de lo umbrío
y sembrando la calma
con su ingenua melodía
en paisajes embestidos
de hostil e inevitable muerte,
yo escudé mi alma entre tristes palabras
que por cada verso construían
el espejo de mi memoria
pintado con un reflejo
de blanco clavel marchito,
marchito como el corazón
que abandonó mi pecho
para llorar en mis escritos.
Si por vida entiendo
la agonía de vivir muriendo
y de poesía califican
lo que no se puede llamar vida,
dejaré el papel que mis manos
sostienen y con fulgor admiran
para borrar las huellas
que con la humildad como única norma,
trataron de acallar aquellas voces
de eterna ignorancia jamás reconocida.
Es esta incesante tormenta
la que me encarcela,
aquella en la que insisto
ahogándome en silencios
que no salen de mi garganta,
siendo efímeros los suspiros
que una libertad inexistente
mis esperanzas ya fugadas anhelan
y mi mente no engañada evidencia de utopía.
Hoy solamente quiero ser el viento
para volar sobre las cumbres
de este no saber y esta falsedad que nos rodea,
y dejar entre las nubes
el eco de mis versos
que sobre el papel predijo
el comienzo de mi historia.