Traes atado a tu cabello de espuma
el rojizo fresco de las tardes,
los colores verde y plata de los pinos,
las sinuosas curvas del paisaje,
y los segundos, que distantes de mis manos
se van pegando a tu ropa,
como marcas indelebles de la espera.
Llegas, y las bocas comienzan a dibujar los besos,
a cantarlos en medio de las bocanadas de oxígeno,
saltando entre jadeos y sorpresas,
que se escurren por los tejados de los labios,
ambiciosos de la libertad de los sentidos.
Se nos vuelan las ropas como aves migratorias,
y la piel se abre como un libro en blanco,
para que los dedos, escurriéndose
en pertinaz llovizna inagotable la tapicen de rosadas caricias,
recorriendo cada punto cardinal de los deseos.
Y luego, nos abandonamos, olvidados de nosotros mismos,
somos dos olas que circundan el océano,
impregnándonos de sal y minerales,
compartiéndonos el olor del mar y sus bramidos,
mientras, las nubes nos observan
con sus ojos inmensos de algodón y agua.
El sol se pierde dentro del cielo que lo abraza,
los últimos colores se tornan delgados y grises,
nuestros cuerpos retornan lentos de su viaje,
sin querer hacerlo, pero felices de su travesía entre corales.
Mis ojos después se cuelgan de tu espalda que se marcha llorando,
y los segundos comienzan otra vez a sujetar tu ropa,
contándose a sí mismos para mañana hacerte regresar.