Día dieciséis de septiembre de dos mil dieciséis.
Abrí los ojos para no cerrarlos más a las siete de
la mañana.Me erguí en dirección al pantalón de
futin y a la primera camiseta al alcance de mi
mano, cumplí con las abluciones de rigor y me
precipité a la oscura calle silente, deslumbrada
por casi ningún punto luminoso de importancia.
Me entregué al regazo de la naturaleza
desperezante que me exhalaba al paso lo mejor
de sus aromas.
Vuelvo renovado a casa para atender la rutina
familiar que martilla como el cómitre en galeras de
película sesentera, me decido hacia mi trabajo en paseo
ensimismante a ratos, en brazos del libro de turno,
controlo en ciego el tráfico ambiente sin sufrir todavía
consecuencias incontables.
Cumplo con mi trabajo fluyendo desde dentro, siendo yo
dentro de un gigante que mercadea con tu vida y tu tiempo
como ambrosía olímpica.
Salgo de las puertas del infierno a las cuatro y cuarto,
cuando el sol brinca y juega con las horas sin pensar en su
pronto ocaso, regreso a casa en ausencia de los míos que se
mecen al ritmo de los horarios, descanso por momentos,
muero durante solo media hora para renacer
de mis cenizas con la fuerza ciclópea del Minotauro, me
incorporo a sus horarios (los de los otros morantes
de esta casa) para facilitar el tránsito de lo estipulado y acabo
dios gracias sobre el catre que ahora me solaza, que consuela mi
espalda liberando mis manos mediúmicas para escribir estas
palabras que os dedico.
Espero que vuestra jornada haya sido más interesante que la mía.
No os preocupéis, la escritura sana.