Quisiera saber quién fue realmente la soñadora.
Aquella mujer que durante un tiempo fue mi madre
y que hoy solo la comprenden los duendes de la aurora.
Poder verla no como un hijo, sino como un padre.
Hay veces que me asalta una idea. Imaginarla
esfumarse de la vida como el mar en la orilla
y como el sol se lanza sobre el día, ir a buscarla
y hallarla entre rocas blancas, como niña de arcilla.
Insuflarle la vida con un hálito divino
y bañarla en el Leteo, el río del olvido,
para que pueda madrugarle el silente destino
de una nueva aurora y curar su corazón herido.
Pero la vida es un río en el cauce de los días
y un espejo que hoy solo me refleja en su afluente
su rostro ajado, surcado de tiempos y agonías,
cada vez más parecido al que besaré en la frente.
Sin embargo, en el sinsentido que pareciera
ser la vida, en ocasiones percibo a su lado
reminiscencias fugaces de la mujer que era.
Aquella que apacentaba su idealismo llorado.
Y que hoy, avasallada por las culpas mordaces
de los que perdieron la percepción de la belleza
que otorga el día a día con sus limosnas fugaces,
solo es un gris fantasma de inveterada tristeza.
En las sombras espectrales de tu vaga memoria,
como catedrales en ruinas que duermen en calma…
Ya no te surca la luna con su plata ilusoria
y que hoy es estigio de la niña muerta de tu alma.